Por: Alberto Aranguibel B.
(26 de diciembre de 2017)
Estaba abarrotada de fieles que apretujaban entre sus manos las cuentas de sus rosarios como tratando de extraerles aunque fuera un pedacito de la gloria que el Cristo redentor promete.
A escasos metros, frente a la imagen del Sagrado Corazón, estaba el miserable que apenas ayer pretendió que le pagara medio kilo de queso al triple del precio en que me lo había vendido dos días antes.
Cerca de él, como si no se conocieran, el dueño del supermercado que vive remarcando precios a toda hora sin justificación alguna, suplicándole también al Altísimo, hincado de rodillas.
A un lado, medio oculto por los pendones de la natividad, el sinvergüenza que bachaquea a domicilio los productos de Mercal, que logra obtener con el Carnet de la Patria y que luego revende a diez veces su precio.
Casi frente al altar, como a punto de estallar en llanto por la emoción de ver tan de cerca la Virgen de la Coromoto, la cretina que estafa a la gente vendiendo los puestos en las colas, so pena de meterle cuatro puñaladas a quien no le pague.
Minutos antes de iniciada la misa chateaban por el celular maldiciendo a Maduro y pidiendo la muerte para los chavistas mediante el más cruel método posible.
Pero al empezar a hablar el cura, se concentraron junto a sus familiares en el piadoso ritual que conmemora el nacimiento del Niño Dios.
Solo con verlos se percibía cómo se remontaban a lo que debió haber sido el suplicio de José y María recorriendo los desiertos en búsqueda de alojamiento para dar a luz, porque la respiración se les entrecortaba y los ojos se les aguaban.
Les conmovía hasta el dolor que Dios viniera al mundo sobre la paja de un granero inhóspito, rodeado de animales y embarrado en estiércol.
Gemían de dolor imaginando el sufrimiento de aquella pobre gente y se abrazaban con la mayor fuerza entre los suyos cuando el cura indicó que había que darse la Paz en señal de expiación definitiva de los pecados.
Al salir, secaron sus lágrimas, saludaron con humildad a la feligresía que caminaba junto a ellos, retomaron sus celulares y ordenaron a sus empleados, que habían dejado en el puesto de buhonero, en la panadería, en la cauchera, en la ferretería, en el abasto y en la quesera, mientras ellos acudían a escuchar la palabra salvadora de Cristo, que subieran los precios de todo.
“Me importa un coño quien haya nacido”, les decían a sus «empleados» a gritos.
@SoyAranguibel